Yo la deseaba resplandeciente de flores, con pequeños volcanes enganchados en las axilas, y especialmente esa lava como almendra amarga, que se hallaba en el centro de su cuerpo erguido.
También había una arcada de cejas bajo las cuales todo el cielo pasaba, un verdadero cielo de violación, de rapto, de lava, de tormenta, de rabia; en suma, un cielo absolutamente teologal. Un cielo como un arco erguido, como la trompeta de los abismos, como la cicuta bebida en sueños, un cielo contenido en todos los frascos de la muerte, el cielo de Eloísa sobre Abelardo, un cielo de enamorado suicida, un cielo que poseía todas las furias del amor.
Era un cielo de pecado protestatario, un pecado suspendido en el confesional, de esos pecados que recargan la conciencia de los sacerdotes, un verdadero pecado teologal.
Y yo la amaba.
Ella era una criada, en una taberna de Hoffmann, pero una criada lamentable y crapulosa, una criada crapulosa y mal lavada. Llevaba los platos, ponía las cosas en su lugar, hacía las camas, barría los cuartos, sacudía los doseles de las camas y se desvestía delante de su tragaluz, como todas las criadas de todos los cuentos de Hoffmann.
En esa época yo dormía en una cama calamitosa cuyo colchón se tendía todas las noches, se abarquillaba ante ese avance de ratas vomitadas por los reflujos de los malos sueños, y que se achatan al salir el sol. Mis sábanas olían a tabaco y orgullo, y a ese olor nauseabundo y delicioso recubierto por nuestros cuerpos cuando nos preocupamos por olerlo. En suma, eran verdaderas sábanas de estudiante enamorado.
Yo empollaba una tesis espesa, torpe, sobre los abortos del espíritu humano en esos umbrales agotados del alma hasta donde no llega el espíritu del hombre.
Pero la idea de la criada me trabajaba mucho más que todos los fantasmas del nominalismo excesivo de las cosas.
La veía a través del cielo, a través de los cristales hendidos de mi cuarto, a través de sus propias cejas, a través de los ojos de todas mis ex amantes, y a través del cabello amarillo de mi madre.
Ahora bien, estábamos en la noche de San Silvestre. El trueno tronaba, los rayos avanzaban, la lluvia seguía su camino, los capullos de los sueños balaban, las ranas de todos los estanques croaban; en suma, la noche hacía lo que tenía que hacer...
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http://www.temakel.com/texolartaudcamor.htm#EL%20CRISTAL%20DEL%20AMOR )
Antonin Artaud
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