Si me preguntaras qué es lo que más quiero sobre la anchura de la tierra, yo te contestaría: a tí, amor mío, y a la gente sencilla de mi pueblo. Dulce eres, como la tierra. Como ella: frutal y hermosa. Pero a tí te quiero. No por bella que eres. Ni por lo fluvial de tus ojos, cuando ven que voy y vengo, buscando, como un ciego, el color que se me ha perdido en la memoria. Ni por lo salvaje de tu cuerpo indomable. Ni por la rosa de fuego, que se entrega cuando la levanto del fondo de la sangre con las manos jardineras de mis besos. A tí te quiero, porque eres la mía. La compañera que la vida me dió, para ir luchando por el mundo. Amo a la gente sencilla de mi pueblo, porque son sangre que necesito, cuando sufro y me desangro; hombres que me necesitan cuando sufren. Porque nosotros somos los más fuertes, pero también los más débiles. Somos la lágrima. La sonrisa. Lo dolorosamente humano. La unidad de lo mejor y de lo más deplorable. Lo que canta sobre la tierra y lo que llora sobre ella. De ellos recibí esta voz, este corazón inquieto que me apoya y me fortalece y me lleva consigo. Por eso los amo como son y también como serán. Porque ellos son buenos y serán mejores. Y juntos nos jugamos el destino, con nuestras manos que todo lo construyen. Así amo yo la vida y amo a la humanidad, amor mío, cuando te amo y amo a los hombres sencillos de mi bello y horrendo país.
Ídem
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