José Blanco Regueira
Comenzaré leyendo la primera y la quinta acepción que registra para la palabra BRUTO el diccionario de una Institución que siempre me ha parecido un poco cómica aunque no menos conspicua y canónica. Me refiero a la Real Academia Española, cosa de risa, si se quiere, que sin embargo nos vemos obligados a tomar en serio quienes usamos la lengua de Cervantes o de esa tía artrítica que hemos de visitar todos los martes, y que también habla en español.
“Bruto, bruta. (Del latín brutus). Adjetivo. Necio, incapaz, estólido, que obra como falto de razón”. Tal es la primera de las acepciones. Mas la quinta puntualiza:
“Animal irracional. Comúnmente se entiende de los cuadrúpedos”. (De lo que cabría colegir que “comúnmente” no se juzga brutus a los bípedos, como el avestruz o la gallina, aunque por ello no llegue a atribuírseles uso alguno de razón, como a los bípedos implumes).
“Embrutecer (del latín in, en y brutescere, de brutus, bruto). Entorpecer y casi privar a uno del uso de la razón”.
Salta a la vista que quienes así osan canonizar el uso del lenguaje están muy lejos de juzgarse a sí mismos brutos o embrutecidos. Antes bien, ellos –instalados en un lenguaje normalizado del que se juzgan poseedores, sin percatarse de que más bien son por él poseídos– se adjudican el derecho de fijar un sistema de férulas capaces de sujetar al significante con “sus” significados.
Sin embargo, esa tentativa encierra siempre algo de exasperante. Fijar los usos del lenguaje es tarea tan imposible cuanto vana: no tanto porque esos usos cambian día a día (verdad de Pero Grullo que no dice nada) sino porque el lenguaje, así sea el más común de los lenguajes, se funda en una deuda impagable y arrastra consigo un déficit permanente.
Lo diré brutalmente y sin miramientos: hablar significa, por principio, contraer una deuda impagable con lo real. Hablar significa algo muy parecido a pasearse por la vida emitiendo cheques sin fondo, cheques expedidos a favor de un portador inexistente. Hablar no es otra cosa sino endeudarse con un fantasma transformado en una red o régimen de fantasmas. Digo bien red o régimen, acudiendo a metáforas de captura y dominio, ya que parece constarme que la “Realidad” no es un fantasma, sino más bien un sistema de fantasmas, una urdimbre fantasmática constituida por el lenguaje mismo, en cuya naturaleza parece sin embargo estar implicada la pretensión de asentarse como un suelo o instancia referencial.
La presente meditación arranca, cual parece obligado, del lenguaje en su uso más común. ¿Qué digo yo, qué dices tú, qué decimos tú y yo cuando decimos “bruto”? ¿Qué decimos cuando tildamos de bruto a Ramiro o de bruta a Eloísa, cuando hacemos notar que Luis o María están “embrutecidos”, o cuando afirmamos que nosotros mismos andamos en trance de embrutecimiento?
La respuesta inmediata del sentido común no difiere en nada de las definiciones de la Real Academia: Ramón es una bestia, Atanasio es un burro. Ello significa que la estulticia característica de ambos habría de pensarse por analogía con la animalidad, y de preferencia, ejemplarmente, con la animalidad de ciertos mamíferos cuadrúpedos.
Todo esto me parece tan ridículo y lamentable cual digno de pensarse. A lo mejor lo más digno de ser pensado es aquello que accede al pensamiento a partir de la exhibición del carácter bufonesco del mismo. ¿Qué es un bruto? Tal vez para contestar con juicio a esa pregunta habríamos de empezar por definir lo que es un bufón. Me parece que pensar la animalidad es empresa infinitamente más difícil que pensar el carácter bufonesco de la razón humana.
¿No será que la razón humana misma es una bufonada, una necesidad de poner en escena, es decir de re-presentar lo que se hace presente en cuanto animalidad, sin necesidad de representación alguna?
Pero independientemente de dar curso a esa pregunta –cosa que hice ya en otra parte y que aquí mismo no haré– me limitaré a señalar dos ideas directrices para conducir la presente meditación. La primera de ellas podría formularse así: ningún efecto de humano embrutecimiento puede ser pensable apoyándose en el establecimiento de analogías con las conductas de aquellos seres inhumanos que cierta metafísica definió como “brutos”. Y la segunda sería la siguiente: que todo efecto de embrutecimiento en una sociedad humana proviene siempre –y en cualquier tesitura– de un uso humanísimo de la razón.
El embrutecimiento del hombre (o del homínido), lejos de sus resultados de un debilitamiento de sus capacidades racionales, constituye la realización perfecta de la exacerbación de las mismas. Lo que significaría que el destino de la razón es la consagración de un estado universal de estulticia (tesis ésta que desarrollé más ampliamente en un librito de próxima aparición titulado Estulticia y terror).
Pero por ahora bástenos con reparar en lo que sigue: el ejercicio exacerbado de la razón moderna nos conduce inexorablemente al establecimiento de un estado universal de idiotez colectiva.
La democracia de los esclavos y de los idiotas. La racionalización de los discursos en virtud de una violencia cada día más anónima y estúpida. Violencia que excluye por igual al pensamiento y a la vida, pero que por ello mismo reclama para sí las prerrogativas propias de una razón normativa, y determina lo que hemos de hacer y cómo hemos de vivir.
¿Habráse visto alguna vez en la historia humana algo tan hiriente, tan degradante y tan escandaloso?
Mas no se trata de un escándalo moral, como los señalados por Juan Pablo y Kierkegaard. Se trata de un escándalo metafísico.
Escándalo de las consecuencias de la metafísica, habida cuenta de que los desmanes de la razón moderna sólo resultan pensables a partir del Logos griego. Lo que significa, para resumir, que el más genuino pensamiento griego (Logos) llevaba ya en sus entrañas, presagiada, la barbarie del “Internet”.
Ello significa que el fenómeno del embrutecimiento ha de ser metafísicamente pensado, ya que sólo lo puede a partir de ciertas prácticas racionales deudoras de alguna metafísica. Y ello no es fácil tarea.
Pero habida cuenta de los modestos propósitos de esta conferencia, he de dejar esa labor por ahora en suspenso.
Me remitiré, en cambio, a ciertas indicaciones populares que podrían delinear un tosco mapa de nuestro presente vivencial y así colaborar, de paso, a la conformación de una fenomenología del embrutecimiento. (No perdamos de vista el hecho de que tal fenomenología, por bien conducida que fuese y por acertadas que puedan parecer sus conclusiones, dependerá siempre de un cúmulo de presupuestos metafísicos todavía impensados).
Procederé a partir de 3 definiciones nominales:
1) Por embrutecimiento entiendo un estado de atrofia programada.
2) Por atrofia entiendo un proceder de debilitamiento sistemático, tanto de la potencia de percibir cuanto de la potencia de pensar.
3) Entiendo asimismo por atrofia el resultado de una inhibición simultánea de la inteligencia y de la percepción, en la medida en que ambas facultades concurren en la constitución de la experiencia humana.
Tales definiciones conducirían al pensamiento hacia muy poca cosa, si no fueran acompañadas de las siguientes observaciones:
1) Un estado de atrofia sin programa no sería nunca suficiente para provocar en un cuerpo social una serie de efectos de estulticia duradera. Para conseguirlo es preciso una previa programación de la atrofia.
2) Esta programación del embrutecimiento, entendido como estado de atrofia colectiva, lleva consigo la implantación de cierta versión del Tiempo que privilegia la idea del Futuro (sobre la de Pasado o de Presente) para hacernos creer que vivir consistiría en “proyectarnos”. Se trata de historizar el devenir, es decir de someter los devenires dispersos y salvajes a la forma ortopedizante de un tiempo plano orientado hacia el vacío del Futuro. Sólo bajo esa condición vivir deja de ser un juego para transformarse en una tarea: la tarea interminable e imposible que consiste en rellenar día tras día, hasta la muerte, el espacio de ese Futuro vacío. Y es gracias a esta mutación como la vida pasa a ser pensada a partir del trabajo y de la muerte.
3) La programación del embrutecimiento no sería tampoco posible sin la instauración de lenguajes gregarios sujetos cada vez a códigos más estrictos y que apuntan, con ayuda de vigorosos soportes tecnológicos, hacia una universalización demencialmente acelerada que tiende a plasmarse en una suerte de metalenguaje: la informática como apoteosis de la gregarización de los discursos.
Programación, historización, gregarización: procesos todos ellos que conducen –perfectamente articulados entre sí– a un empobrecimiento de la vida sin precedentes, a un estado de indigencia universal y reglamentada. Una gran maquinaria digestiva (ingestiva y excretora) resuelve en nada –aún antes de que surjan– las pequeñas diferencias capaces de hacer de una vida algo interesante. De tal suerte la vida en la cuenta insaciable de la Muerte. Trabajar y morir: a esas dos “funciones” reduce la vida el discurso práctico del Capital. Vivir ha pasado a ser una suerte de suceso histórico –financiero controlado en su desarrollo por un cúmulo de instituciones que administran la Muerte. Muerte en vida de los sobrevivientes que creemos estar vivos tan sólo por haber sido educados cuidadosamente en la confusión de la vida con la sobrevivencia. Pero ¿de dónde proviene semejante confusión, una confusión tan arraigada en nosotros que rarísimas veces llega a ser percibida como tal?
Esa pregunta nos lleva a tocar un punto diferente. Se trata de lo que podríamos llamar la gran utilidad del embrutecimiento. Ya que si bien la vida, merced al embrutecimiento, se nos torna aburrida, insoportable y aún imposible, no lo es menos que una vida radicalmente libre, desembrutecida, resultaría insufrible para cualquiera. Y aún me atrevería a afirmar que sin el recurso del embrutecimiento la especie humana hubiera desaparecido hace mucho. Lúcido era seguramente Goethe cuando, según se cuenta, murió pidiendo más luz, pero más lúcidos aún fueron quizás Pascal y Cioran, cuando suspiraban por un grado mayor de embrutecimiento. ¿Podemos imaginar lo que sería una potencia perceptiva desprovista de todo grado de atrofia o una inteligencia liberada de toda pizca de estulticia? Quizás el caso más aproximado a ello sería el de Nietzsche, cuyos insoportables sufrimientos desembocaron, no por casualidad, en el abismo de la locura. Necesitamos embotar nuestros sentidos y nuestra inteligencia para escapar al vértigo del delirio. Sin una cierta dosis de atrofia, no hay cordura posible. Y así, una vez más, ahora por otro sesgo, se echa de ver el carácter racionalísimo y de gran utilidad social propio de toda empresa embrutecedora. ¿No lo sabremos bien nosotros que en cuanto educadores, recibimos por parte del Estado la encomienda de preservar a nuestros alumnos dentro de un grado normalizado de atrofia?
Terminaré por tanto poniendo a su consideración la siguiente paradoja: surgidas de una necesidad biológica y social, en cuanto garantizadoras de la sobrevivencia de la especie humana, las empresas embrutecedoras desembocan no obstante, por su frenético despliegue, en la consagración de un estado de Muerte. Tratando de cancelar el camino que lleva hacia la Muerte por medio de la locura, sólo logran abrir otro que conduce asimismo hacia la Muerte, esta vez por medio de la estulticia. En el canje de la intensidad salvaje por la seguridad gregaria y civilizada de los rediles institucionales un nuevo tipo de monstruosidad despunta y se abre paso como una gigantesca aplanadora. Sus horribles efectos sólo se hacen llevaderos a condición de que apenas sean percibidos. Uno de ellos, la astenia perceptiva, se hace cargo –a modo de poderoso anestésico– de hacer insufribles todos los demás. Sobrevivimos en duermevela, trabajando y viendo la televisión en espera de una apacible muerte por cansancio, instalados en una suerte de nirvana sin nombre que otros embrutecidos programan día a día para nosotros. En tales condiciones, la sola idea de despertar se nos antoja un disparate peligroso, un síntoma de anormalidad. ¿Vale acaso la pena siquiera deplorar este presente? Me temo que en la ruta del embrutecimiento estamos a punto de alcanzar un estado de absoluta perfección como desembocadura natural de todos nuestros “progresos”.
A título de epílogo, sólo me resta recordar lo siguiente: que hay en todos nosotros un animal sacrificado, una bestia inocente y enferma capaz aún –si bien ya sin fuerzas– de sublevarse contra el embrutecimiento de la Razón y de hacer ver en su ejercicio imperial tan sólo un rosario de síntomas mórbidos, de advertencias deprimentes de desahucios.
Ojalá que la muerte valiera al fin un poco más que la cloaca histórica que fuimos habituados a designar como “presente”.
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