
Turín, 3 de Enero de 1889. Un hombre de mediana edad pasea por la Plaza de Carlo Alberto. Vestido con pulcritud y discreción, sin ningún signo exterior estrafalario, hay algo en él que hace que algunos se fijen en su silueta cuando pasa. Quizás sea que anda deprisa. O que parece que va musitando algo. O que su aspecto en principio tan anodino, bien por su ancha frente, bien por su mirada - más allá de la plaza y de 1889 - recuerda a un halcón, una mirada febril de halcón libre que mira a sus congéneres enjaulados. En medio de la plaza se para de forma repentina. Observa como un cochero está golpeando sin piedad a su caballo. Se le enciende más su mirada y acercándose al cochero, le recrimina y se abraza al cuello del caballo golpeado y ahí, con la cara oculta entre las crines, llora amargamente, desconsoladamente, un llanto ahíto y sin descanso. Alguien le reconoce, dice, es el huésped extranjero de la pensión de Fino. Avisan a éste y él le convence para que vuelva de nuevo a su habitación.
Esto es lo que dicen que sucedió esa fría mañana de Turín en la que Nietzsche dejó para siempre de hablar. Tres días más tarde, un amigo acudirá a buscarle a Turín, alarmado por el contenido de sus cartas. A partir de este momento, diez años de silencio y de locura le separan de la muerte. Fue el punto final de ese genio de la expresión, de la aventura aguerrida del conocimiento sin trabas, sin concesiones, que todos conocemos. Y que hacen que sus escritos sean cita obligada en cualquier estudio sobre el hombre y su pensamiento. El gran trans-valorador de la moral, el filósofo a martillazos de la afirmación de la vida, termina su periplo llorando abrazado a un caballo maltratado. ¿Fue ese abrazo un signo de su descalabro mental – algo sin sentido, una debilidad de su cerebro reblandecido- o fue, por el contrario, la bella expresión apoteósica de su odisea intelectual?
Esto es lo que dicen que sucedió esa fría mañana de Turín en la que Nietzsche dejó para siempre de hablar. Tres días más tarde, un amigo acudirá a buscarle a Turín, alarmado por el contenido de sus cartas. A partir de este momento, diez años de silencio y de locura le separan de la muerte. Fue el punto final de ese genio de la expresión, de la aventura aguerrida del conocimiento sin trabas, sin concesiones, que todos conocemos. Y que hacen que sus escritos sean cita obligada en cualquier estudio sobre el hombre y su pensamiento. El gran trans-valorador de la moral, el filósofo a martillazos de la afirmación de la vida, termina su periplo llorando abrazado a un caballo maltratado. ¿Fue ese abrazo un signo de su descalabro mental – algo sin sentido, una debilidad de su cerebro reblandecido- o fue, por el contrario, la bella expresión apoteósica de su odisea intelectual?
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